lunes, octubre 27, 2003

El jueves pasado fue el mejor día de la semana. Llegué a casa por la noche, después del trabajo, y decidí bañarme, ponerme lo primero que encontrara y salir. Dirigí mis pasos al Centro, específicamente a la Catedral. Me senté casi hasta adelante, muy cerca del retablo principal que era velado por la oscuridad del lugar y tres pantallas donde proyectaban imagines que no me interesaron; recosté mi cabeza en la banca, cerré mis ojos por un largo tiempo y me dediqué a escuchar la música que salía de la bocina más cercana a mis oídos. Afuera comenzó a llover y los relámpagos atravesaron las ventanas iluminando el interior del lugar mucho mejor que cualquier efecto especial. El retumbe de los rayos hacían eco en combinación perfecta con el órgano. Pasaron un par de horas; y al salir de la iglesia la calle estaba casi desierta, brillante por los charcos de agua. Me quedé un rato cerca del calor de los botes de tamales y descansé en la reja de la iglesia enfrente a la explanada. Presté atención al vapor que emergía del piso, a la tranquilidad del momento. Y pensé en ser malva.