martes, diciembre 17, 2002

La intención era buena y no lo logré. No he estado en casa en muchos meses, cuatro para ser exacta, duermo a veces ahí, me baño ahí, pero yo no existo por ahora en ese lugar. Ya no tengo platos limpios (no hablemos de todo lo demás), el suelo se volvió gris, el baño aún es tolerable, discos tirados, libros tirados, plantas sin agua, ropa sin colgar, zapatos por todos lados, cuerdas, ganchos de colores y 1500 pinzas de ropa en la sala, espejos envueltos en una cortina de baño, dos sillas rojas, cajas, muebles sucios, un cristo que se cayó en limpiador líquido verde, una bolsa enorme de papeles y basura, una tela de seis metros cubierta de tierra y pintura roja, tres paredes y medias de papel tapiz desgajado, materiales que algún día usaré, la tele no prende, el stéreo funciona a medias, el refri se descompuso, etc.

Todo sucede o pasa por algo, nada es al azar, somos reflejo de algo que intentamos decir o deducir. El fin de semana habité por la madrugada el Zócalo de la ciudad, el comercio ambulante dejó toneladas de basura y calles chiclosas; medio día, Azcapotzalco, el metro es de una arquitectura aceptable, ahora sin mantenimiento, te deja en un lugar que no es un pueblo, pero tampoco una ciudad, muchos intentos de color verde; por la tarde Nezahualcoyotl y Cabeza de Juárez al oriente de la ciudad, árido, pobre y gris, un transporte destartalado nos deja en un tianguis tan enorme como la zona.

No dejo de comparar mi casa con lo que vi. Lo conozco y lo sé, la diferencia es que ahora no fue gente lo que atrapé, fueron espacios.

Por la tarde y rumbo a Coyoacan para ir a una azotea agradable en compañía de amigos, Demian compró Chapulines y yo pepitas, el sol se metía y puso la Avenida Zaragoza toda roja, tal vez esa era la señal que esperé para decidir el nuevo color de mi casa.